Mi amiga tenía tres años cuando el papá se fue, le habían diagnosticado cáncer y, hace treinta años atrás, en el pueblo donde vivían, con suerte aparecía un médico una vez al mes.
El papá había nacido en el país cruzando el río, y su familia habitaba en una ciudad donde podría recibir la asistencia médica necesaria.
Esa situación de forastero había hecho que, tiempo atrás de lo que relato, el abuelo materno le prohíba a la mamá relacionarse con su padre “no es de acá”, le decía, “va a jugar contigo y después vuelve a su país, solo tiene que cruzar el río”
El papá trabajó seis meses, sin domingos, ni feriados, para juntar el dinero que necesitaba para pagar la entrega inicial por un lote de terreno cerca de la casa de los abuelos maternos, y con el contrato firmado en mano le dijo al suegro: “Don, de acá yo no me voy más, tengo para mí terreno, donde voy a hacer para mi casa, permítame visitar a su hija”
Se casaron y nacieron los tres primeros hijos, ella era la tercera, y vivía prendida por el cuello del papá.
Volviendo al principio de mi historia, tres meses después de la partida recibieron la carta de la familia del papá, contándoles que él había muerto, que no había resistido la operación. Que grande fue la tristeza, la mamá se acomodó como pudo, vendiendo comidas, en la ciudad más cercana, con sus tres hijos pequeños a cuestas.
Mientras tanto, a 1800 kilómetros de distancia, la abuela paterna, en confidencia, dos meses después del envió de la carta, le confesó al papá que no era cierto lo que le contaban sus hermanos “su esposa no se había ido con otro”, y que ellos le habían enviado una carta diciéndole que él había muerto. Que no se enoje con los hermanos, que el médico les advirtió que: “él necesita un largo tratamiento y que en ese pueblo donde él vive, trabajando como agricultor, se moriría al poco tiempo”.
Esa misma noche, sin hacer ruido, mientras todos dormían, cerró la puerta de la casa de la hermana que lo había albergado, y camino hasta la estación de ómnibus
Tres días viajó, por la ventanilla del ómnibus veía desaparecer los grandes edificios a la distancia, para dar paso a pequeñas ciudades. Llegó a la noche y caminó desde la ciudad hasta su pueblo, y luego los kilómetros que quedaban hasta su chacra. Por ese camino que había transitado tantas veces, y que se conocía de memoria; la luz de la luna llena de esa noche fue su linterna.
A la media noche se abrió el portón, la mamá escucho ruidos, pero los perros no ladraron, sino que corrieron hasta la entrada, hacia el desconocido delgado y calvo que los acariciaba (había bajado 15 kilos y perdido el pelo con la quimioterapia)
Su madre salió a la galería de la casa, supo enseguida que era él, primero se asustó, era aquello una aparición, hasta que se acercó y se unieron en ese abrazo profundo que dura hasta hoy.
Al día siguiente y con sus cuatro años cumplidos, mi amiga fue hasta la cama de la mamá como todas las mañanas al despertar, y apenas entró se puso a llorar, ¿quien era ese desconocido que ocupaba el lugar de su papá?.
Dos meses le llevo aceptar que no estaba muerto, y que ese señor que ganaba peso, comiendo las comidas de la mamá, y un color tostado de trabajar en la chacra, mientras recuperaba su pelo, era su papá.
Treinta y cuatro años después, ese amor sigue vigente, los hijos crecieron, mi amiga se mudó a la ciudad, pero hasta hoy las condiciones en el pueblo son las mismas, llueve y ya no se puede llegar por la falta de caminos, médicos en la ciudad más cercana, y centros asistenciales sólo en la capital del estado, la historia de vida de nuestra gente, en nuestros pueblos latinoamericanos.
Por cierto, este año mi amiga va con su marido y sus hijas, de vacaciones, a visitar a sus tíos paternos, el tiempo ha curado las heridas, y la madurez hizo entender las diferentes clases de amor, y que esos hermanos del papá, treinta y cuatro años atrás, se equivocaron pensando que hacían lo mejor.